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Ley Natural y Multiculturalismo: verdad y diálogo


LEY NATURAL Y MULTICULTURALISMO: VERDAD Y DIÁLOGO.


1. Planteo de la Cuestión.


¿Es posible hablar hoy de una ley moral natural en un mundo multicultural, con hombres y pueblos con raíces, creencias y paradigmas distintos? ¿Es posible hablar hoy de una verdad moral objetiva y al mismo tiempo estar abiertos al diálogo con otras posiciones total o parcialmente erradas? ¿Es posible hablar hoy de una ley moral natural en un mundo donde la ciencia y la técnica han alcanzado –y proyectan aún mucho más- un grado de desarrollo tal, que constituyen una seria posibilidad –y al mismo tiempo un altísimo riesgo- de dominio sobre la naturaleza, incluyendo al hombre mismo? ¿Es posible hablar hoy de una verdad moral objetiva en un mundo donde reina el más “absoluto” relativismo, individualismo (masificado) y subjetivismo? ¿Es posible hablar hoy de un fundamento sólido del orden moral, de un núcleo indisponible de juridicidad, basado en el propio ser del hombre, en una época postmoderna donde prevalece el pensamiento débil, el fin de los metarrelatos y de la metafísica? ¿Es posible por tanto hablar hoy de Dios como fundamento último de todo lo que existe y del hombre mismo, en un mundo postsecular, en gran parte agnostico, cuando no ateo, que pretende construir una civilización prescindiendo de la hipótesis de Dios?. Estos son algunos de los interrogantes que nos plantea el tema de las presentes jornadas y que trataremos de responder (en la medida de lo posible y de nuestras capacidades).

En síntesis, en el mundo posterior a la guerra fría, en el mundo del “nuevo orden mundial” y de “la globalización”, encontramos un Occidente que gira en torno a cuatro ejes: 1) el desarrollo científico-tecnológico y de las comunicaciones para la gran aldea global (con el auge de la computación e Internet como estandartes); 2) la socialdemocracia con alternancia entre gobiernos conservadores y progresistas, entre liberales y socialistas; 3) una economía social de mercado como sistema económico internacional; 4) una revolución cultural que en muchos aspectos disuelve los valores y costumbres tradicionales, coronando un relativismo moral.

Un Occidente que abarca desde Europa (que fuera el corazón de la cultura occidental y que hoy en su Unión oficial reniega de sus raíces cristianas) a EE.UU. (la actual superpotencia, no sólo regional, sino mundial, que se abroga el rol de gendarme del nuevo orden); desde el resto de América (con sus problemas de desarrollo y padeciendo ciertos desvaríos populistas de pseudos caudillos subdesarrollados que pretenden liderar un mundo que ya no existe), hasta Israel, Japón y los países del sur asiático (que desde otra cuna cultural se suman al cuadruple eje señalado). Un Occidente que desde el culto a la Ilustración (y su crisis) y al “libre pensamiento”, no siempre es sinónimo de pensamiento libre de toda influencia de lo “políticamente correcto”, que al modo de una dictadura intelectual incruenta, margina a todo el que no acepte sus postulados y pretenda pensar por sí mismo; o, todavía, lo que es más osado, adecuar su inteligencia a la realidad de las cosas.

Por otro lado, fuera de occidente tenemos el mundo que se encuentra bajo la influencia del Islam, que combina los beneficios de la revolución tecnológica obtenidos a través de los frutos de la explotación del petróleo, con una teocracia política y una cultura y religión ancestral. Como asimismo, el viejo continente asiático, con sus culturas varias veces milenaria y especialmente el siempre vigente gran enigma chino, tan grande como el número de su población y tan difícil de entender para nuestra mentalidad occidental. Como así también el joven y postergado continente africano con un mosaico de culturas y religiones diferentes.

Ante este panorama, aparecen los intentos (desde el propio pensamiento moderno o posmoderno) de alcanzar una nueva síntesis a través del consenso fundado en el mito de la autonomía de la voluntad (en este sentido, Kant, es uno de los verdaderos padres de la modernidad)[1], ya sea del mero consenso formal o procedimental original (Rawls)[2], o de un consenso refundado en la comunicación a través del lenguaje (Habermas)[3], que arbitrariamente disponen de los contenidos (no justificados desde la pura formalidad) que más le convienen a sus respectivos intereses político-culturales. Junto a estos aparecen también las vías de la convergencia en la interpretación respecto a una realidad o texto común (hermenéutica)[4], o, el proyecto de alcanzar un consenso ético mundial, a través de la convergencia de normas, valores, ideales y fines, obligatorios y obligantes (Küng)[5].

He aquí expuesta de forma simple o quizás más bien simplista, la cuestión central que se debate hoy: La cuestión de la Verdad. Frente a esta realidad socio cultural, ¿podemos remitirnos a una ley moral natural fundada en la propia naturaleza humana y que dirige todo su obrar?. ¿Podemos fundar nuestro obrar en la verdad y solamente en la verdad? ¿Podemos todavía decir junto a San Pablo en el celebre pasaje de Rom 2, 14-15: “Cuando los gentiles que no tienen ley (escrita=torah), cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan y también les defienden”?[6].

La respuesta decididamente es si. Trataré de justificar porqué. Para eso, dividiré en dos partes esta exposición: la primera referida a desentrañar lo que no es y lo que es la ley moral natural; la segunda, se referirá al diálogo que a partir de ella puede y debe entablarse con las ciencias, con las diversas culturas y con las distintas religiones.

2. Primera parte: Lo que no es y lo que es la ley moral natural.

2.1. La distinción entre ley natural y leyes naturales.

En primer lugar, no es lo mismo la ley natural (moral) que las leyes naturales (físicas y biológicas). Justamente es el pensamiento moderno antimetafísico (que no es todo el pensamiento moderno), empirista y positivista, el que reduce la noción de naturaleza a las leyes físicas y biológicas. Así, para Hume, lo natural es un mero hecho (factum), conocido empiricamente y que solamente puedo describir mediante juicios de realidad, sin posibilidad de inferir ninguna prescripción para dirigir el obrar moral por constituir una falacia lógica en la que según él cae el pensamiento iusnaturalista. (ley o principio de Hume)[7]. Mal llamada falacia naturalista, al confundirla con la supuesta falacia denunciada por Moore respecto al intento de pretender definir el bien, no reconociendo la imposibilidad lógica de su definición[8].

En verdad, esta concepción reducccionista de la naturaleza acota el conocimiento de la realidad, al solo conocimiento de las causas materiales y eficientes, sin consideración de las causas formales y finales que aportan el logos y el sentido a las cosas. Ahora bien, este reduccionismo llevado al extremo es una falacia (porque de la afirmación “conozco hechos”, no puedo deducir que sólo conozco o puedo conocer esos hechos y nada más) y al mismo tiempo es un imposible, pues una causa material sin su respectiva causa formal es pura indeterminación y en última instancia sería ininteligible. Lo mismo, una causa eficiente sin una causa final que la dirija o la mueva sería ciega y por lo tanto inentendible.

Al respecto, dice Veritatis Splendor N° 47: “Han surgido las objeciones de fiscismo y naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Esta presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían solo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, en base al mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas”[9].

La manera de superar esta objeción, en la que de ninguna manera cae la doctrina tradicional de la ley natural, es distinguiendo justamente entre las leyes naturales (físicas y biológicas) y la ley natural (moral). Santo Tomás de Aquino, su principal exponente y en quien se inspira el Magisterio de la Iglesia sobre este tema, justamente se cuida bien de realizarla. En efecto, luego de definir la ley como ordinatio rationis al bien común en la celebre cuastión 90 de la 1-2[10], en la siguiente distingue “La ley puede considerarse de dos maneras, ya que es regla y medida: como está en quien mide y regula y como está en lo medido y regulado; porque lo medido y regulado lo está en cuanto participa de la regla y medida”[11].

El aquinate señala una doble “existencia” de la ley: una primera como regla y medida de la razón, (ley en sentido estricto, propio o formal: la ley eterna, la ley natural); una segunda, como lo regulado y medido por ella, no reside en la razón, sino en las cosas mismas (Ley en sentido amplio, impropio o material: las leyes naturales).

Por eso conforme al primer modo de existencia el primer principio en la razón práctica es el que se funda sobre la razón del bien: El bien es lo que todos apetecen. Luego, éste es el primer precepto de la ley: el bien debe hacerse y procurarse y evitarse el mal. Sobre este se fundan todos los demás preceptos de la ley natural. Así pues según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la ley natural [12].

Ahora bien, conforme a esto pertenecen a la ley natural, en primer lugar (en común con todos los seres) aquellas cosas por las que se conserva la vida humana y se impide lo contrario (la defensa del bien primario de la vida humana y la condena de todo ataque a la vida inocente, ya sea desde la concepción, como en el caso del homicidio prenatal o aborto, y hasta el final de la vida con la eutanasia, mal llamada “homicidio por piedad”); en segundo lugar (en común con los animales) la unión de ambos sexos (y no del mismo sexo) y la educación de los hijos (cuyo derecho-deber corresponde originariamente a los padres y no al Estado que sólo debe actuar subsidiariamente y no como sucede hoy en el mal llamado campo de la “salud reproductiva” y la “educación sexual”); y en tercer lugar (especifícamente humano) que el hombre evite la ignorancia, el no dañar a los otros con quien se debe vivir y demás cosas que se refieren a esto (es por eso un bien esencial o natural al hombre el acceso a la verdad, a conocerla y a exigirla, como también a vivir en sociedad que como tal no es objeto de libre elección, sino una exigencia de su propia naturaleza social o política).

Sin perjuicio de ello, como afirma Graneris dejan de ser naturales y resultan antinaturales, las patologías, los vicios, las perversiones, etc., en tanto y en cuanto alejan al hombre de su fin perfectivo, que se encuentra inscripto en su propia naturaleza, identificandose la naturaleza misma con el fin (entelequia)[13].

Estos primeros principios prácticos que constituyen el contenido de la ley natural, los podemos conocer en tanto son principios evidentes (per se nota), indemostrables e inderivables, que la inteligencia en su función práctica, a través de la sindéresis capta inmediatamente de la realidad misma como una patencia del bien.

De esta manera, se demuestra que la concepción clásica de la ley natural y de los primeros principios prácticos evidentes no es alcanzada por la objeción de Hume porque no son conclusiones obtenidas por medio de un indebido paso de premisas descriptivas (reductivas de la realidad) a conclusiones prescriptivas; ni tampoco por la de Moore, conocida como falacia naturalista, porque no se pretende definir el bien como un concepto definible por el género común y la diferencia específica, pues, al tratarse de un trascendental como sucede con el Ser con el cual es convertible, justamente trasciende todos los géneros y por tanto no es objeto de un concepto, sino más bien de un juicio que afirma o niega su existencia y por ende su debitud y exigibilidad.

2.2. La distinción entre conocimiento y reconocimiento de la ley natural.

Luego de referirnos a lo que es y lo que no es la ley natural, corresponde ahora distinguir entre el conocimiento de la ley natural (por el hábito de la sindéresis) y su reconocimiento (por el juicio de la conciencia). Entre el conocimiento evidente de los primeros principios prácticos que obtenemos por la sindéresis y el juicio de la conciencia que se realiza a efectos de aplicarlos a un caso particular aquí y ahora.

Este juicio de conciencia, en sentido estricto o propio es individual, pero por una analogía impropia (metafórica) puede extenderse a la sociedad toda y así hablar en sentido lato o impropio de una “conciencia colectiva” que reconoce o niega (falibilidad de la conciencia) las exigencias objetivas de la ley natural como fundamento del orden social y primera regla de la razón práctica por la cual lo conocemos. En consecuencia, cuando en la actualidad muchas veces se afirma que no se puede fundar el orden moral, social y político en la ley natural, porque no todos la aceptan, ni hay consenso sobre ella, se confunde el problema de la existencia y conocimiento de la ley natural, con su reconocimiento a través del juicio de la conciencia de cada uno de los formadores del consenso, que a veces puede fallar en cuanto a los preceptos secundarios o en la aplicación de los principios a los casos particulares, debido a la influencia de ideologías o intereses contrarios al bien de hombre, a los malos consejos, a la concupiscencia de la carne, o bien a costumbres depravadas y hábitos corrompidos[14].

Por eso, es un grave error (muy común últimamente) hacer depender la existencia y el conocimiento de la ley natural del consenso que exista sobre ella, poniendo de esta manera, el carro delante de los caballos. En realidad, no es la ley natural la que se funda o depende del consenso, sino que es el consenso el que debe fundarse y depender de la ley natural, pues solo puede haber consenso entre seres racionales y libres, que tienen una determinada naturaleza (racional) y por ende una determinada ley. Desconocer la ley natural porque no hay consenso sobre ella, es confundir su justificación racional en la evidencia per se nota de sus principios con la aceptación efectiva de la misma en el juicio de conciencia de todos y cada uno de los hombres, que justamente nos permite distinguir la conciencia recta y verdadera de la conciencia errada (vencible o invenciblemente errada).

Justamente en la ley natural reside el núcleo de principios de la moral natural y distinguiéndose dentro de ella, en lo que respecta a la justicia, también del derecho natural, reconocidos ambos por la conciencia, tanto moral como jurídica. Ahora bien, ¿Son suficientes solamente estos principios generalísimos y universales para regular todo el obrar moral y jurídico? La respuesta es no. Los mismos son sólo el punto de partida de la justificación racional del obrar humano (moral y jurídico), pero como tales necesitan ser concretados, tanto por la naturaleza misma de las cosas humanas (de los actos, de sus objetos, fines y circunstancias), y en el caso del derecho natural (de las relaciones e instituciones jurídicas –de las obligaciones, contratos, delitos, daños, etc.-, y de sus circunstancias), como también, por un sin fin de determinaciones prudenciales, tanto morales como jurídicas, generales (normas) y particulares (sentencias), que completan y complementan en forma positiva (al modo de moral positiva y de derecho positivo) ese núcleo de principios naturales.

También sabemos desde una concepción cristiana, que debido al pecado (cuya raiz más profunda es la negación o rebelión frente a Dios, pero que en sus efectos lo podemos descubrir en toda la realidad, tanto personal como social), nuestra naturaleza está herida y por tanto desde una posición igualmente equidistante del optimismo natural exagerado de Pelagio y del pesimismo radical de Lutero, afirmamos que esta no puede por sí sola alcanzar el fin a la que está ordenada, necesitando del auxilio de la Gracia, que al modo de segunda naturaleza, supone la primera, la sana y eleva hasta alcanzar la cumbre de su realización: “Dios nos dirige por la ley y nos auxilia por la Gracia”[15]. Por eso, en lo sobrenatural (Dios) se encuentra el fundamento de lo natural (hombre). La ley moral natural se extiende y plenifica en la ley del Espíritu, por la cual en lenguaje paulino dejamos el hombre viejo somático para transformarnos en un hombre nuevo pneumático. Así el hombre solo se realiza en Cristo, la antropología se extiende y se entiende en y desde la Cristología.

En suma, desde esta fundamentación profunda y metafísica, donde la ley natural se inscribe dentro de una doctrina de la Creación (en tanto es conocimiento participado de la ley eterna) y se ordena a la Redención como re-creación, hay que buscar un diálogo auténtico y fecundo, tanto intercultural (pues todas las culturas que se precien de ser autenticas se apoyan en la naturaleza humana y en esta dimensión metafísica), como interreligioso (pues también, las grandes tradiciones religiosas reconocen en sus aspectos esenciales –en los primeros principios- esta verdad fundamental de la ley natural). Ahora bien, ¿esto quiere decir que todas las culturas y todas las respuestas son iguales en verdad? ¿en el orden religioso significa que todas las religiones son caminos alternativos e iguales para la salvación?. La respuesta a estos interrogantes es no. La justificación de la misma es justamente el tema de la segunda parte de la exposición.

3. Segunda parte: Verdad y diálogo.

3.1. Diálogo con las ciencias.

Hoy día no puede prescindirse de la ciencia. El conocimiento de las distintas ciencias particulares se ha desarrollado de tal manera, que ya casi es imposible abordar cualquier tema sin referirse a algún ámbito de las mismas, ya se trate de las llamadas duras como de las blandas.

Existe en algunos un prejuicio cientificista positivista (Comte, etc) que reduce el conocimiento humano exclusivamente al conocimiento científico puramente empírico (reconociendo un único método), excluyendo por lo tanto todo conocimiento que quiera ir más allá de lo fenoménico apariencial, como la filosofía (especialmente la metafísica) y fundamentalmente la Teología, a las que le niega carácter científico y racional (reduciéndolas a mera creencia o superstición). Si depuramos a la ciencia de dicho prejuicio, sí puede ser un interlocutor calificado para el diálogo propuesto (y en algunos casos mejor que ciertas malas filosofías y teologías), pues su conocimiento es objetivo y aunque sea de manera acotada y parcial puede alcanzar la verdad que se encuentra en la propia realidad.

En consecuencia, para tener una visión integral del hombre y de su ley ya no es suficiente repetir formulas verdaderas heredadas del pasado, sino que es necesario conocer tanto su dimensión corporal como espiritual conforme a las posibilidades que nos brinda el avance del conocimiento humano en tanto esté ordenado a la verdad y fundado en la realidad.

Para eso es imprescindible por un lado un auténtico diálogo con las ciencias que estudian el cuerpo humano (la biología, la medicina, la genética, etc), sin perder de vista que el cuerpo humano no es un simple objeto, que no es solamente materia, sino que como tal (como cuerpo) solamente puede ser considerado en su unión sustancial con el alma que constituye su principio vital y acto primero que lo hace justamente cuerpo. En otras palabras, no es una mera yuxtaposición de células, es el hombre mismo, un organismo cuyo sujeto es la persona humana. Es así que las inclinaciones naturales biológicas y corporales comunes con otros seres naturales, en el hombre adquieren una dimensión nueva, humanizada, regidas por un orden racional, propio y específico humano (aunque participado), por el cual el hombre puede conocer su naturaleza y regirse conforme a su ley[16]. Por otro lado también es necesario un diálogo serio y profundo con las ciencias humanas (psicología, sociología, política, economía, derecho) para ver la relación y aplicación de los principios de la ley natural a las realidades y situaciones actuales que estudian cada una de estas disciplinas.

La clave para que ese diálogo entre diferentes disciplinas sea fecundo es por una parte distinguir a partir de los distintos objetos formales (y los métodos que surgen de los mismos), tanto de las diferentes ciencias, como de la filosofía y la teología; y por otra parte respetar la legitima autonomía de cada una de ellas, que no es ni separación, ni oposición, sino más bien integración, subalternación y complementación. En otras palabras, distinguir (no para separar sino para relacionar y unir) entre la razón científica de cada una de las ciencias particulares y la razón filosófica como ciencia (en sentido clásico) universal. Asimismo, distinguir entre la razón (científica y filosófica) y la Fe que da origen a la ciencia también racional y universal de la Teología. Esta es la perspectiva y la propuesta de la encíclica Fides et Ratio[17], que sin perjuicio de referirse específicamente al diálogo entre Teología y Filosofía, está abierto a una extensión del mismo hacia las ciencias particulares. Credo ut intellegam y Intelectum ut credam es la tesis de la encíclica.

Hoy el problema central del diálogo con las ciencias, es el de los límites éticos y también jurídicos de la investigación científica y del desarrollo tecnológico. En otras palabras, este desarrollo alcanzado (y mucho más el proyectado), especialmente en algunas áreas, como la energía nuclear y la genética, nos lleva a interrogarnos: ¿Qué se puede hacer y que no? ¿Hasta donde está permitido avanzar y hasta donde no?.
La ciencia por sí misma no puede responder a estos interrogantes. La ciencia no puede crear su propia ética, ni declararse neutral frente al problema ético que genera su avance. Al respecto señala la Instrucción Donum vitae: “Los criterios orientadores no se pueden tomar ni de la simple eficacia técnica, ni de la utilidad que pueden reportar a unos a costa de otros, ni, peor todavía, de las ideologías dominantes. A causa de su mismo significado intrínseco, la ciencia y la técnica exigen el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad: deben estar al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables y de su bien verdadero e integral según el plan y la voluntad de Dios. El rápido desarrollo de los descubrimientos tecnológicos exige que el respeto de los criterios recordados sea todavía más urgente; la ciencia sin la conciencia no conduce sino a la ruina del hombre”[18].
De la misma manera, la ética y el derecho, para poder emitir su juicio y fijar los justos límites a la investigación científica y al desarrollo tecnológico, tienen que conocer los hechos sobre los que van a juzgar, apoyarse en conocimientos científicos objetivos y serios que le permitan conocer la realidad física, química, biológica, etc, a fin de poder discernir que es lo que se puede permitir y que no. Caso contrario, su juicio también estaría infundado por ignorancia supina de la verdad científica.
En suma, el principio liminar sería: lo que es técnicamente posible no es, por esa sola razón, moralmente (y jurídicamente) admisible. La reflexión racional (basada en conocimiento científico seguro) sobre la vida y el ser o naturaleza del hombre, en última instancia sobre y desde su ley natural es indispensable para formular un juicio moral y jurídico acerca de las intervenciones científicas y técnicas que involucran al propio hombre.
3.2. Diálogo con las culturas.

Si por cultura entendemos el cultivo de nuestra propia humanidad, de nuestra propia naturaleza, no hay oposición, ni contradicción entre naturaleza y cultura, como pretende el reduccionismo empirista al separar como con un abismo las ciencias de la naturaleza de las llamadas ciencias del la cultura. La cultura supone la naturaleza racional del hombre, pues por ser racional es un ser naturalmente cultural y por eso constituye como una segunda naturaleza que se funda en la primera, incluyendo todo lo que realiza en los distintos ámbitos de su obrar (científico, artístico, ético, político,etc). En el plano jurídico, justamente el derecho positivo es la expresión cultural jurídica que se apoya en el derecho natural que constituye el núcleo de juridicidad que surge de la propia naturaleza o esencia humana.

Por eso, el diálogo con las culturas y entre las culturas, no puede realizarse con cualquier forma de expresión “cultural”, sino solo con aquellas culturas y entre aquellas culturas que se fundan sobre la común naturaleza humana y a partir de la cual la desarrollan manifestándola a través de formas distintas, pero no per se opuestas.

Ciertamente abordar las distintas culturas, aún las principales, es una tarea que excede el marco de la presente exposición (y sobre todo de los conocimientos del exponente), por eso, me limitaré a un aspecto central de esta cuestión, como ser la relación y el diálogo entre la cultura clásica occidental y cristiana y la cultura moderna también occidental pero iluminista y secularista.

La primera greco-romana-germana, pero sobre todo cristiana. La segunda, racionalista y humanista, pero sobre todo iluminista y secularista. Con la primera nació Europa, centro de expansión de la cultura occidental y cristiana. Con la segunda, se mantuvo el centro (primero en Europa, trasladándose luego a América), pero se sustituyó el contenido de la cultura a transmitir por un modelo humanista y secular.

El término “secularización” que originalmente tuvo el significado jurídico de una transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado, pasó luego a indicar el surgimiento de la modernidad cultural y social en su conjunto. Para esta última lectura, las formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida fueron sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultarían superiores (modelo de la sustitución); en cambio para la primera las formas modernas de pensamiento y las formas modernas de vida quedan desacreditadas como bienes ilegítimamente sustraídos (modelo de la expropiación) [19].

El resultado de este proceso de secularización se refleja en los cuatro ejes de referencia (el desarrollo científico-tecnológico y de las comunicaciones, la socialdemocracia, la economía social de mercado y la revolución cultural). Sobre el primero ya me referí. Sobre el tercero, como no soy economista no lo voy a abordar.

Respecto al segundo y cuarto eje (la socialdemocracia y la revolución cultural), la cuestión gira en torno al problema de la libertad (que se relaciona especialmente con la cuestión de la verdad que planteamos al principio). El pensamiento moderno distingue entre la “libertad de los modernos” y la “libertad de los antiguos”. en el primer caso, estamos frente a la libertad de creencia y de conciencia así como la protección de la vida, la libertad personal y la propiedad, es decir el núcleo del derecho privado subjetivo. En el segundo caso, se trata de aquellos derechos de participación y comunicación política que posibilitan la autodeterminación de los ciudadanos. Rousseau y Kant ambicionaron deducir ambos elementos simultáneamente de la misma raíz, esto es, de la autonomía moral y política.

Entonces ¿el lenguaje de estos derechos humanos liberales fundados en el consenso democrático como expresión de la autonomía de la voluntad (Kant), es o puede ser el lenguaje de la ley natural en el mundo actual? Esta es la cuestión central.

En primer lugar, tenemos que determinar si se trata solamente de un lenguaje o un metalenguaje o si por el contrario expresa alguna realidad objetiva e independiente. En el primer caso, sería posible una manipulación arbitraria del mismo y de la comunicación que se alcanza a través de él, mientras que en el segundo, sería el medio por el cual podemos expresar el conocimiento sobre una realidad preexistente y por tanto, nuestro conocimiento sería dependiente de ella.

Para intentar una respuesta me voy a remitir a una distinción que realiza el padre Leocata entre el homo in natura y la natura hominis[20]. Si estos derechos los entendemos como derechos inherentes al homo in natura, en un estado de naturaleza individual (o más bien individualista) y presocial, incorporados a través de la autonomía de la voluntad al contrato social por el cual al mismo tiempo se constituye la sociedad y se garantizan estos derechos, la respuesta es no. La ley natural no es la ley del estado de naturaleza del individuo aislado, que como tal es una ficción que nunca existió. Por tanto, la ley natural no es la ley en que se fundan estos “derechos” disponibles por la autonomía de la voluntad individual y colectiva expresada a través del pacto o consenso.

En cambio, si los entendemos como derechos (y deberes correlativos) inherentes a la persona humana, fundados en su natura hominis (naturaleza humana), que es la misma esencia humana como principio de operaciones en orden a su fin o plenitud (operari sequitur esse). Naturaleza que es racional (animal racional), y por ende al mismo tiempo es social y política (animal político). Si es así, entonces la respuesta es si. Se trata de derechos/deberes o más bien deberes/derechos, en tanto y en cuanto primeramente son bienes humanos básicos, que fundan su debitud y su correlativa exigibilidad en el hecho de estar enraizados en la misma condición o naturaleza humana. Se trata de derechos-deberes o deberes-derechos no disponibles, ni individual, ni colectivamente, sino que por el contrario, el pacto, el consenso o el derecho positivo que surja a partir de allí tiene que reconocerlos como expresión del ser del hombre.

En el primer supuesto (derechos del homo in natura), estamos frente al primer caso señalado arriba, de un lenguaje o metalenguaje vacío de contenido real y al que se puede llenar con el contenido que uno quiere. Así, aparecen “derechos” de manera inflacionaria, donde cualquier pretensión, deseo o interés adquiere el rango de “derecho”, como por ejemplo el “derecho” de elegir el sexo o el “derecho” de la mujer a elegir sobre “su cuerpo” en el caso del aborto. Es una nueva Babel que genera no solo una confusión de las lenguas, sino también de las ideas. En otras palabras, se trata de la coronación del relativismo moral (y también jurídico), del yo individual y sus ganas tal como se refirió el Cardenal Ratzinger en la misa de apertura del último conclave.

Mientras, en el segundo supuesto (derechos-deberes o deberes-derechos fundados en la natura hominis), estamos frente al segundo caso anteriormente indicado, un lenguaje que expresa el conocimiento de una realidad objetiva preexistente y a través del cual la podemos comunicar y hacerla entender, como ser, por ejemplo, el bien básico de la vida humana, que siendo originariamente un don, se constituye en un derecho-deber de respeto (de la propia vida y de la ajena) desde el mismo instante de su inicio (o sea de su existencia o realidad) y hasta su término natural. En otras palabras, se fundan en el ser del hombre, en su esencia o naturaleza.

Por otra parte para Habermas, esta imagen (de secularización radical) ya no se acomoda a una sociedad “postsecular” que no tiene más remedio que hacerse a la idea de una persistencia indefinida de las comunidades religiosas en un entorno persistentemente secularizador. Pues en la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, el Estado, que (según él) permanece neutral en lo que se refiere a la cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes.

Por eso, -dice Habermas- hoy vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendente puede sacar del atolladero a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un colega me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y de la sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea el camino equivocado que necesitaba de una corrección”[21].

Aquí nos vemos obligados nuevamente a aclarar que la mencionada neutralidad radical del Estado y de una sociedad secular frente a las distintas cosmovisiones (incluso en el propio Habermas), es falsa, de toda falsedad, es una mentira que de tanto repetirse se la acepta acriticamente como verdadera, sin mostrar su evidencia, ni demostrar su justificación lógica. En efecto, un Estado y una sociedad civil totalmente secularizada, absolutamente neutral en cuanto a las tradiciones y cosmovisiones, en una especie de asepsia cosmovisional, en realidad es una cosmovisión, es una concepción del hombre, de la vida y del mundo por lo menos agnóstica o sino directamente atea.

Ahora bien, esto no quiere decir desconocer una legitima secularidad (no secularismo), una legitima laicidad (no laicismo) de los distintos saberes y ciencias en sus respectivos ámbitos (como ya consideramos) y una legítima autonomía de las cosas temporales (en materia política, económica, jurídica, etc.). Al respecto hay que distinguir conforme lo señala GS 39: “Si por autonomía de las cosas terrenas se entiende que las realidades creadas y las sociedades tienen sus propias leyes y valores, que el hombre debe descubrir gradualmente, utilizar y ordenar, es absolutamente lícito exigirla; esto no sólo es una exigencia de los hombres de nuestro tiempo, sino que también corresponde a la Voluntad del Creador. En virtud de la misma creación, todas las cosas están dotadas de una consistencia, verdad y bondad propias, tienen sus leyes y su orden, que deben ser respetados por el hombre, reconociendo los métodos propios de cada una de las ciencias y de las artes (...) Si en cambio, por la expresión ‘autonomía de lo temporal’ se entiende que las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede usar de ellas sin referirlas al Creador, nadie que reconozca a Dios dejará de sentir la falsedad de tal afirmación. La creatura sin el Creador, desaparece. Por lo demás, todos los creyentes, de cualquier religión, han oído siempre en el lenguaje de las creaturas la voz y la manifestación de Dios; cuando se lo olvida la creatura queda en tinieblas”[22]. En el mismo sentido, podemos citar también DCE 28[23]. De esta manera es legitimo y necesario un diálogo con la sociedad secular y con las distintas manifestaciones de su cultura, sin caer por ello en una postura securalista.

Este es justamente el problema de Europa hoy, la que fuera el corazón del cristianismo, es hoy el corazón del secularismo (mucho más que los EEUU donde es llamativo el caso del triunfo de Bush en las últimas elecciones, centrado sobre el problema moral y religioso). Secularismo radical como lo demuestra la falta de reconocimiento de las raíces cristianas por parte de la Europa oficial y burocrática de la Unión Europea. Al respecto, podemos decir con Robert Spaemann: “Si Europa no exporta su fe, la fe en que ‘Dios es la verdad y que la verdad es divina’ –para usar las palabras de Nietsche-, entonces ella exporta inexorablemente su incredulidad, esto es, la convicción de que no existen en absoluto ni la verdad ni la justicia, que no existe el bien. Sin la idea de lo incondicionado, ‘Europa’ no pasa de ser una simple noción geográfica. Por otra parte, nada más que un término para indicar la patria de origen de la abolición del hombre”[24]. (usando una expresión que ya usara anteriormente el famoso escritor Lewis para referirse al mismo tema).

De esta manera, nos metemos de lleno en el corazón mismo de la cultura: en el problema de Dios, o sea, en el problema religioso. En efecto, el problema del hombre que es el problema mismo de la cultura, se resuelve y solo se resuelve en el problema de Dios (que aparece en la historia del hombre, desde que el hombre es hombre), en el cual encuentra (o no) el sentido de su vida.

3.3. Diálogo con las religiones.

Antes de abordar este tema corresponde hacer una aclaración. Voy a abordarlo desde la concepción cristiana católica por dos razones: 1) porque soy católico y no puedo aproximarme al tema del diálogo religioso sino es a partir de la reafirmación de la propia identidad; 2) porque como ya adelanté en la primera parte, sólo en la ley de Cristo se da la plenitud de la ley y por ende también de la ley natural.

Ahora bien, dado el carácter eminentemente teológico de esta cuestión y el hecho de que no soy teólogo, voy a tratar de remitirme y mantenerme en lo establecido por el Magisterio de la Iglesia y documentos oficiales autorizados por el mismo, como ser la Declaración Dominus Iesus de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe o el Documento de la Comisión Teológica Internacional que funciona en el marco de la citada Congregación, titulado El cristianismo y las religiones, entre otros.

Hecha esta aclaración paso a tratar el tema: “Imposible sobrevivir sin una ética mundial. Imposible la paz mundial sin paz religiosa. Imposible la paz religiosa sin diálogo entre religiones”[25]. Esta es la tesis que propone el famoso teólogo disidente Hans Küng en su no menos famoso libro “Proyecto de una ética mundial”: “presupone un consenso social con respecto a determinados valores, derechos y deberes fundamentales; consenso social básico que debe ser compartido por todos los grupos sociales, por creyentes y no creyentes, por los miembros de las diferentes naciones, religiones, filosofías y concepciones del mundo. En otras palabras: este consenso social, que un sistema democrático no debe imponer sino presuponer, no consiste en un sistema ético común. Consiste en un núcleo común que incluye valores y normas, derechos y deberes elementales; una actitud ética común, es decir, un ethos –manera de comportarse-de la humanidad. Una ética global que no es una nueva ideología o ‘superestructura’, sino que enlaza entre sí los recursos religioso-filosóficos comunes ya existentes de la humanidad, sin imponerlos por ley desde fuera sino interiorizándolos de manera consciente”[26].

De esta manera Küng transforma la religión, o más precisamente el diálogo entre las religiones en un ethos universal. Al respecto dice el Cardenal Ratzinger: “En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción”[27].

El planteo de Küng (aunque con matices) se inscribe en lo que actualmente se conoce como pluralismo religioso o teológico, que es la traspolación del pluralismo político al plano teológico. Para esta postura todas las religiones son alternativas válidas para alcanzar la salvación. Para ello es necesario desistir de la pretensión de verdad o superioridad de una religión, considerada como religión verdadera.

Al respecto dice el citado documento de la Comisión Teológica Internacional el cristianismo y las religiones: “Se produce una cierta confusión entre ‘estar en la salvación’ y ‘estar en la verdad’, debería pensarse más en la perspectiva cristiana de la salvación como verdad y del estar en la verdad como salvación. La omisión del discurso sobre la verdad lleva consigo la equiparación superficial de todas las religiones, vaciándolas en el fondo de su potencial salvífico. Afirmar que todas son verdaderas equivale a decir que todas son falsas. Sacrificar la cuestión de la verdad es incompatible con la visión cristiana”[28] (...) “La enseñanza de la Iglesia sobre la teología de las religiones argumenta desde el centro de la verdad de la fe cristiana. Tiene en cuenta por una parte la enseñanza paulina del conocimiento natural de Dios (aquí encontramos la ley natural), y a la vez expresa la confianza en la actuación universal del Espíritu. Ve ambas líneas ancladas en la tradición teológica. Valora lo verdadero, bueno y bello de las religiones desde el trasfondo de la verdad de la propia fe, pero no atribuye en general a la pretensión de verdad de las otras religiones una misma validez. Esto llevaría a la indiferencia, es decir a no tomar en serio la pretensión de verdad tanto propia como ajena.”[29].

El mencionado documento distingue tres posibles respuestas al problema planteado: 1) el eclesiocentrismo exclusivista: afirma que fuera de la pertenencia efectiva a la Iglesia no hay salvación (“extra ecclesiam nulla salus”); 2) el cristocentrismo inclusivista: interpreta de otra manera el principio “extra ecclesiam nulla salus” y al respecto afirma la unicidad y universalidad de la salvación de Jesucristo, pero admite que lo que de verdad pueda existir en otras religiones[30], lo es por una participación implícita en el misterio de Cristo (semillas del Verbo) como único salvador (reconoce un valor propedéutico de otras religiones respecto al cristianismo); 3) el Teocentrismo pluralista: afirma la igualdad de todas las religiones como caminos alternativos de salvación y por tanto pretende eliminar del cristianismo cualquier pretensión de exclusividad o superioridad.

La comisión teológica sostiene que mientras la primera posición ya no es defendida por los teólogos católicos después de las afirmaciones de Pio XII y del Concilio Vaticano II sobre la posibilidad de salvación para quienes no pertenecen explicitamente (pero sí implícitamente) a la Iglesia (cf. P. ej. LG 16; GS, 22), la segunda postura es hoy común entre los teólogos católicos. En cambio la tercera pretende ser una separación del cristocentrismo, un cambio de paradigma incompatible con la verdad cristiana.

En consecuencia, frente a esta situación tenemos que volver a afirmar: Una es la Verdad y esta Verdad es Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”[31], “todo el que es de la verdad escucha mi voz”[32], “y la verdad os hará libres”[33]. Está verdad reside en la Iglesia Católica, en su depositum fidei y en su vida. Por eso afirma el Vaticano II en Lumen Gentium 8: “Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible y la sustenta constantemente (...) Esta es la única Iglesia de Cristo que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn. 24, 17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (Cfr, Mt, 28, 18, etc.), y la erigió para siempre como ‘columna y fundamento de la verdad’ (1 Tim. 3, 15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica”[34].

En esto consiste el depositum fidei que no está a nuestra disposición negociar y sobre esta verdad de fe se encuentra fundada la misión ad gentes : “Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” [35]. Este es el mandato que nos dejó Cristo a los cristianos y que el apóstol Pablo sintetizó con su “Ay de mí sí no evangelizara”[36]. ¿Pero Señor, como hacerlo en un mundo descristianizado? Id y enseñad a todas las gentes justamente por eso, no hay que pescar en la pecera sino que hay que navegar mar adentro. ¿Pero Señor, como hacerlo en un mundo relativista, que no reconoce la verdad? Id y enseñad a todas las gentes justamente por eso, manifestando la verdad no sólo de palabra, sino también con vuestras vidas y vuestras obras. ¿ Pero Señor, como hacerlo si soy débil y pecador? Id y enseñad a todas las gentes justamente por eso, aunque si bien es cierto que eres débil y pecador, unido a mí todo lo puedes y “yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo”.

Ahora bien, la Verdad que es el fundamento de la auténtica libertad (recordemos la relación entre las dos cuestiones planteadas), respeta la libertad del hombre, por eso la verdad no se impone por la fuerza, por la coacción, sino sólo por el convencimiento que genera convicción y conversión[37]. Y si bien es cierto que la verdad no se impone por la fuerza, tampoco se calla por la fuerza (como lo testimonian los mártires y los santos), ni mucho menos por formas sutiles de censura y lo que es peor de autocensura. Por el contrario, la verdad necesariamente se tiene que comunicar, proclamar y defender incluso con la vida si es necesario, con el martirio cruento si es lo que Dios nos pide, o con el martirio incruento de la burla, la descalificación, la injuria, etc.
Sólo a partir de la Verdad de Cristo, desde la reafirmación permanente de nuestra propia identidad cristiana, podemos salir a dialogar con el mundo y con las otras religiones. Esta verdad que todos los hombres tienen derecho a escuchar es la mayor contribución al diálogo auténtico que los cristianos podemos hacer. No ocultándola debajo de la mesa sino mostrándola para que ilumine a todo hombre. Al respecto dijo Benedicto XVI el 12 de septiembre pasado en la celebración ecuménica en Ratisbona, Alemania: “Nell'epoca degli incontri multireligiosi siamo facilmente tentati di attenuare un po' questa confessione centrale o addirittura di nasconderla. Ma con ciò non rendiamo un servizio all'incontro, né al dialogo. Con ciò rendiamo soltanto Dio meno accessibile, per gli altri e per noi stessi. È importante che noi poniamo in discussione in modo completo e non soltanto frammentario la nostra immagine di Dio[38]”.
Por supuesto que este diálogo no es fácil, por el contrario, es muy complejo, con distintos grados de complejidad según sea con los otros cristianos, con los no cristianos (monoteístas), con los que no creen, etc. conforme a los círculos concéntricos a los que se refiere Paulo VI en su primera enciclica de carácter programatica Ecelesiam Suam, a los que remite Juan Pablo en su también primera encíclica igualmente programatica Redemtor Hominis. En el número 40 dice: “Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto a Dios hay de verdadero y de bueno; y después todavía también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que El quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y que esa es la religión cristiana; y alimentar la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que verdaderamente buscan y adoran a Dios. Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la libertad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo donde quiera que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia” [39].
Por otra parte, dentro de estas religiones monoteístas encontramos a los cristianos separados: “Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo (...) Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide. Este es un tema bueno y fecundo para nuestro diálogo (...) Nada más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero también hemos de decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y en las exigencias de la caridad (...) Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos Hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los Hermanos separados que consideren la inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo. Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que al Vicario de Cristo atribuye el título de servus servorum Dei. En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre celestial en oración y esperanza efusivas”[40].
Ahora bien, para que el diálogo sea fructífero debe fundarse en una búsqueda sincera de la verdad, debe ser serio y realizado por personas competentes en la materia. Yo confieso que no lo soy, por eso me remito a lo que dispone la Iglesia a través de su Magisterio y a lo actuado de conformidad con el mismo por los órganos competentes.
Pero cuidado, si bien el diálogo tiene que ser abierto a todos los hombres de buena voluntad, no hay que ser ingenuo y pensar que se puede dialogar con todos, porque no todos tienen buena voluntad ni aceptan el diálogo auténtico. De hecho en la antigüedad la Iglesia dialogó con la Filosofía griega como expresión superior del espíritu humano y no con las religiones paganas. Encuentro –al decir de Jaeger- entre el cristianismo primitivo y la Paideia griega, que dio origen a una Paideia cristiana [41], cuyo espíritu se expresa en el discurso de San Pablo en el Areópago[42].
En consideración del encuentro con la multiplicidad de las culturas, Benedicto XVI denunció en la Universidad de Ratisbona el pasado 12 de septiembre, que a la tesis de que el patrimonio griego, críticamente purificado, sea una parte integrante de la fe cristiana, se opone el pedido de la deshelenización del cristianismo, un pedido que desde el inicio de la edad moderna domina en modo creciente la búsqueda teológica, en el cual se presenta la síntesis del helenismo con la Iglesia antigua como una primera inculturalización que no debe vincular a las otras culturas y que el simple mensaje del evangelio debe ir más atrás e inculturizarse de nuevo en las otras respectivas culturas. Esta tesis – continúa el Papa- no es simplemente errónea, sino grosera e imprecisa. El Nuevo Testamento ha sido escrito en lengua griega y contiene el contacto con el espíritu griego (que proviene ya del Antiguo Testamento), y si bien es cierto, que hay elementos en la evolución de la Iglesia en sus inicios que no deben integrarse en todas las culturas, sin embargo, las decisiones fundamentales sobre las relaciones entre la fe y el uso de la razón humana son parte de la fe, son desarrollos consecuentes con la naturaleza de la fe misma[43].
En la actualidad, por ejemplo, es imposible el diálogo con los fanatismos religiosos que constituyen patologías de la religión y que incluso en sus versiones más radicalizadas van unidos al terrorismo y a la violencia irracional. Tampoco se puede dialogar con las distintas formas de New Age, justamente porque estas se presentan como anticristianas, como “superadoras” de la era cristiana de Piscis, por la nueva era de Acuario.
Al respecto dice el documento “Jesucristo portador del agua viva-una reflexión cristiana sobre la “Nueva era” : “Aun cuando se pueda admitir que la religiosidad de la Nueva Era en cierto modo responde al legítimo anhelo espiritual de la naturaleza humana, es preciso reconocer que tales intentos se oponen a la revelación cristiana (...) Juan Pablo II ha alertado respecto al « renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. (...) En esto consiste lo « nuevo » de la Nueva Era. Es un « sincretismo de elementos esotéricos y seculares ». Se vincula a la percepción, ampliamente difundida, de que el tiempo está maduro para un cambio fundamental de los individuos, la sociedad y el mundo”[44].
Thomas Kuhn concibió el paradigma como la constelación entera de creencias, valores, técnicas, etc., compartidos por los miembros de una comunidad dada. Para Kuhn los paradigmas rivales son inconmensurables y no pueden coexistir, por eso cuando se produce un cambio de un paradigma a otro, como en este caso, se trata de una transformación en bloque, de una revolución. Por eso, afirmar que un cambio de paradigma en el ámbito de la religión y de la espiritualidad es simplemente una manera nueva de formular las creencias tradicionales, configura un error. Es imposible conciliar las dos visiones[45].
Se trata de una situación parecida a la que en otro orden ocurrió en su momento con el proclamado diálogo entre el cristianismo y el marxismo, que pretendió llevar adelante cierta Teología de la liberación, cuyos errores fueron marcados expresamente en la Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación» – Libertatis nuntius por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe el 6 de agosto de 1984. Existe una incompatibilidad absoluta entre cristianismo y marxismo. En consecuencia afirmar que solamente se adoptaba el método del análisis marxista sin aceptar su ideología, es falso, porque uno (el método) lleva implícita e inexorablemente a la otra (la ideología). Por eso, en la realidad, no conozco a ningún marxista que renegara de su marxismo y se convirtiera al cristianismo, sino que más bien, se dio el fenómeno contrario, donde muchos cristianos perdieron su fe y se hicieron marxistas. Salvando las distancias, el riesgo del diálogo con la New age es exactamente el mismo: Que en lugar de cristianizar la New age, terminemos sincretizando el cristianismo.
En suma, si bien de hecho, la Iglesia Católica no es universalmente reconocida, pues hay un pluralismo religioso de facto; de derecho es universal, es la única que de iure constituye camino auténtico de salvación. Cito Dominus Iesus 22:“Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31). Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista « marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que una religión es tan buena como otra». Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos. Sin embargo es necesario recordar a « los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad ».(...)Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes. La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo —que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo” [46].
4. Conclusión

Hemos planteado la cuestión de la relación entre ley natural y multiculturalismo, como una relación entre la verdad y el diálogo. Como una relación entre el fundamento (la Naturaleza humana como la verdad del ser del hombre) y lo fundamentado (las distintas manifestaciones culturales en las que se expresa esta naturaleza común). Ahora bien, la naturaleza humana y la ley natural por la cual la conocemos, son el fundamento penúltimo, pero no último. Para llegar a este tenemos que remontarnos a la causa primera: Dios Creador. En el cual se funda el orden natural como orden creado. Para llegar a la causa primera, “un gran reto es el de saber realizar el paso, tan necesario, como urgente, del fenómeno al fundamento”[47]. Para hacerlo debemos volver a la metafísica que como expresión mas elevada de la razón humana roza el misterio y su develamiento por la Revelación.

Por eso, frente a este proceso moderno y contemporáneo de desconstrucción de la metafísica, habría que oponer una reconstrucción de la misma. Pero pienso que formularlo de esa manera significaría una concesión al pensamiento débil descontructivista, pues parecería reconocer que su prejuicio antimetafísico realmente hizo mella en el pensamiento fuerte del realismo filosófico, lo cual es falso. O sino por el contrario puede parecer que la metafísica sea algo que podamos construir o desconstruir “a piacere”. Por eso prefiero hablar de una re-afirmación de la metafísica.

Para eso, si bien existen distintas concepciones que pueden ser legitimas, el sólido pensamiento de Santo Tomás de Aquino tiene una ventaja sobre ellas, pues con la originalidad de su distinción entre esencia y acto de Ser, va más allá de la distinción entre materia y forma que se da en el plano de la esencia y de esta manera nos permite superar tanto al esencialismo formalista (por medio de la primacía del acto de Ser), como al existencialismo radical que no reconoce las esencias (p.ej. Sartre) que está en la base de todo este pensamiento descontructivista y antimetafísico. De la misma manera, con la noción de participación metafísica (que en el siglo XX resaltara Fabro) del ente (que tiene el ser participado) en el Ser imparticipado (ipsum esse subsistem), que se da en el marco de una concepción de la creación y de la creaturidad entendida como relación trascendental y constitutiva de dependencia (en el ser) respecto al Creador, la metafísica tomista como expresión máxima de la razón humana se integra con la Fe que se funda en la revelación divina, en una síntesis magistral e insuperable. El desafío no es simplemente repetirla literalmente, sino apoyados en ella repensar la realidad actual con su problemática con el mismo espítritu realista que animó al aquinate.

En el hombre esta participación se da en forma triple: en el ser (su acto de ser es participado del ipsum esse subsistens), en el conocer (su logos es participado del Logos divino, primero en la ley natural y fundamentalmente en la ley del Espíritu) y en el amor (su amor es participado del Amor divino que nos amó primero, y justamente por el amor nuestra imago Dei se convierte en similitudo Dei, porque Deus Caritas est). Ahora bien, aunque atribuyamos el Ser al Padre, el Logos al Hijo y el Amor al Espíritu Santo, este Ser, este Logos y este Amor se dan en plenitud en la unidad de la vida trinitaria, se dan por igual en las tres Personas y como tal se participan.

Esto es corroborado por la Revelación como se ve claramente en el Prólogo de San Juan (verdadero poema metafísico), donde podemos intercambiar los términos Logos y Amor referidos al Ser de Dios sin que pierda nada de sentido, por el contrario alcanza su significado más profundo. Hagamos la prueba: “En el principio era el Logos ( el Amor) y el Logos (el Amor) estaba con Dios y el Logos (el Amor) era Dios. El estaba en el principio en Dios. Todas las cosas existen por él, y sin él nada empezó de cuanto existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tinieblas, y las tinieblas no la recibieron (...) vino a su pueblo, y los suyos no lo recibieron. Más a cuantos lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales han nacido no de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios. Y el Logos (el Amor) se hizo carne, y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria como de Unigénito que viene del Padre, lleno de Gloria y de verdad”[48].

En concordancia dice G.S. 22: “En realidad, el misterio del hombre no se aclara de verdad sino en el misterio del Verbo encarnado. Adán, el primer hombre era, en efecto, figura del que había de venir (cf. Rom. 5, 14), Cristo. El Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, pone de manifiesto plenamente al hombre ante sí mismo y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, por consiguiente, que las verdades que anteceden encuentren en El su fuente y alcancen su coronación”[49].

Ecce Uomo (He aquí al hombre), Cristo. Justamente por la verdad de su unidad hipostática, no solo es verdadero Dios y verdadero hombre (semejante a nosotros en todo menos en el pecado) sino que es también el hombre verdadero. He aquí el principio y fundamento de todo lo que existe y por tanto también del hombre, de todos y cada uno de los hombres, de su ser, de su dignidad y de su ley. He aquí el alfa y simultáneamente el omega, o sea, el principio y al mismo tiempo el fin, de todo lo que existe y por tanto también del hombre, de todos y cada uno de los hombres, de su ser, de su dignidad y de su ley. He aquí su culminación y su acabamiento; su perfección y su plenitud.


Daniel Alejandro Herrera
Prof. Protitular de Filosofía
del Derecho (UCA)














[1] Kant, “Crítica de la razón práctica”; “La Paz perpetua”.
[2] Rawls, John, “Teoría de la Justicia”, “El liberalismo político”; “el derecho de gentes”, “La justicia como equidad-una reformulación”
[3] Habermas Jürgen, “Teoría de la Acción comunicativa”; “Facticidad y Válidez”.
[4] Gadamer, “Verdad y método”; Kaufmann, Arthur, “Filosofía del Derecho”; “la filosofía del derecho en la posmodernidad”.
[5] Küng, Hans, “Proyecto de una ética mundial”, Trotta, 1995.
[6] Rom, 14-15.
[7] Hume, David, “Tratado de la Naturaleza humana”, 1, III, cap. I, sec. 1, “in fine”.
[8] Moore, George Edward, “Principia Ethica”, Candbrige Press, 1968, pág. 9 y 37.
[9] Juan Pablo II, “Veritatis Splendor”, N° 47.
[10] Santo Tomás de Aquino, S.Th. 1-2, Q. 90 art. 4.
[11] Santo Tomás de Aquino, S. Teol., 2-1, q. 91, art. 2° , resp.
[12] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. 1-2, Q. 94, art. 2.
[13] Graneris, Giuseppe, “Contribución Tomista a la Filosofía del Derecho”, Bs.As, 1977. Eudeba, pág. 93.

[14] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 94, art. 6.
[15] Santo Tomás de Aquino, 1-2, Q.90.
[16] Cfr. Santo Tomás, S.Th. 1-2, Q. 94, art. 2, sol. 2.
[17] Fides et Ratio.
[18] Donum Vitae, Introducción.
[19] Conf. Habermas, Jürgen, “Fe y Saber”, Discurso pronunciado en Francfurt, el 14/10/05.

[20] Cfr. Leocata, Francisco, “Las ideas iusfilosóficas de la ilustración”, en “La codificación: raíces y prospectiva”, vol. I, Bs. As. 2003, Educa, pág. 63.
[21] Habermas, Jurgens, “Diálogo entre Fe y Razón -Las bases premorales del Estado Liberal”, La Nación, 14 de mayo de 2005.
[22] GS, 36
[23] DCE, 28.
[24] Spaemann, Robert, citado por Ratzinger, Joseph, en “Iglesia y Modernidad”, Bs. As. 1992, Ediciones Paulinas, pág.
[25] Küng, Hans, “Proyecto de una ética mundial”, Barcelona, 1994, Planeta-De Agostini SA, pág. 9.
[26] Küng, Hans, “Por una ética global”, Revista Cias, Bs. As., abril 2004, año LIII, Nº 531, pág. 126.
[27] Ratzinger Joseph, “Diálogo entre Fe y Razón -Las bases premorales del Estado Liberal”, La Nación, 14 de mayo de 2005.

[28] Comisión Teológica Internacional, “El cristianismo y las religiones”, 13.
[29] Comisión Teológica Internacional, “El cristianismo y las religiones”, 96,97.
[30] Cfr. Declaración “Nostra Aetate” Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.
[31] Jn. 14, 6.
[32] Jn. 18, 37.
[33] Jn. 8, 32.
[34] LG, 8
[35] Mt. 28, 18-20
[36] 1 Cor. 9, 10
[37] conf. DH, 1 y 2.
[38] Benedicto XVI, Ratisbona, Discurso en la celebración ecuménica 12/9/06
[39] E.S, 40
[40] E.S, 41
[41] Cfr. Jaeger, Werner, “Cristianismo Primitivo y Paideia Griega”, México DF, 1965, Fondo de Cultura Económica.
[42] Hechos, 17, 22-34.
[43] Benedicto XVI, Ponencia “Fe, Razón y Universidad, Recuerdo y reflexión”, Universidad de Ratisbona, 12 de Setiembre de 2006.
[44] Consejo Pontificio de la Cultura y el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso “Jesucristo portador del agua viva-una reflexión cristiana sobre la “Nueva era” , 1.4 y 2.1.
[45] Cfr. Kuhn, Thomas, “La estructura de las revoluciones científicas”, México, 1985, Fondo de Cultura Económica.
[46] Cfr. Dominus Iesus, 4 y 22.
[47] Juan Pablo II, Fides et Ratio, 83.
[48] Juan, 1-14.
[49] GS, 22.

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